Educar es una tarea que abarca toda la vida, y requiere de todas nuestras capacidades. Cuando el Cándido de Voltaire llega a la conclusión de que tenemos que cultivar nuestro huerto, ha culminado un proceso de aprendizaje en el que, con los pies sobre la tierra, ha descubierto la importancia de acompañar el crecimiento de la vida a nuestro alrededor para hacer realmente de este el mejor mundo posible y sabe que para ello es necesario formar parte de sus cambios, preparar la tierra, sembrar y recoger, para hacer de todo el proceso una casa a la que retornar, un espacio de reconciliación y de sentido en el que nuestro compromiso personal no puede ser suplido ni por las leyes positivas ni por la confianza ciega en que sean otros quienes lo realicen.

Ya hace tiempo que asumimos que el cultivo de nuestro huerto educativo comienza por los más pequeños, convencidos no solo de que desde los primeros años se empieza a formar la conciencia y se adquieren competencias para el desarrollo personal, sino también de que es la tierra trabajada y cuidada con cariño la que será fértil en nutrientes y posibilidades de futuro.

En el último decenio, la Educación Infantil se ha ido convirtiendo en eje fundamental para las principales transformaciones pedagógicas y pastorales. Ha dejado de ser un mero pórtico de entrada a la escuela, escuela de los cagones se le llegó a llamar, para consolidarse como parte misma de la propuesta educativa en todas nuestras instituciones. Los estudios en Neuroeducación han contribuido a este cambio de perspectiva, mostrándonos que la plasticidad del cerebro acoge especialmente en los más pequeños, como huerto fértil, las metodologías proactivas que después permitan seguir cultivando los conocimientos, una progresión pedagógica que ya no diferencia edades o capacidades previamente establecidas, sino que integra a todos.

La incorporación a nuestros proyectos educativos de estas metodologías desde la etapa de Educación Infantil va en paralelo con la excelente formación que se ofrece a los educadores implicados en la misma, uno de los grandes aciertos de los programas que se realizan desde Escuelas Católicas. Otro de los aciertos es situar estratégicamente esta etapa como parte esencial de los planes de innovación pedagógica; especialmente en los centros integrados se ha percibido la fortaleza que supone comenzar el cambio por ella, destinando los recursos necesarios y observando positivamente su desarrollo y beneficios en las etapas educativas superiores.

La Educación Infantil, en toda su extensión, ciclo de 0 a 3 años y ciclo de 3 a 5 años, se nos revela también como espacio privilegiado para introducir el trabajo de las inteligencias emocional y simbólica, que serán base de cultivo para trabajar la trascendencia en posteriores etapas de desarrollo. El reconocimiento de las emociones, tanto en uno mismo como en los demás, desarrolla capacidades empáticas e interpersonales que ayudan a integrar la propia personalidad y afrontar un proceso de madurez que asuma tanto los éxitos como los fracasos. Esta educación emocional se debe complementar con una progresiva alfabetización simbólica, en la que los niños menores de 6 años son receptores y actores especialmente sensibles. Emociones y símbolos despiertan en ellos nuevas capacidades relacionales que favorecen la integración de las diferencias, tanto conceptuales como prácticas, en su entorno personal y de aprendizaje.

Al cultivar nuestro huerto debemos incorporar el optimismo volteriano; nadie se implica en la educación de los más pequeños sin tener la convicción de estar contribuyendo a construir un mundo mejor.

PEDRO HUERTA NUÑO
Secretario General de Escuelas Católicas

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