Escuela católica y equidad

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El contexto donde uno se ha formado y vive influye en el modo de percibir la realidad y de articular un pensamiento crítico. Escribo esta reflexión desde mi identidad como escolapio que actualmente trabaja en Venezuela desde hace cinco años en el apasionante mundo de la educación.

Durante mucho tiempo, Venezuela fue el país de las oportunidades. Los niños podían acceder a la escuela y, con un poquito de esfuerzo, llegar a la universidad. Jóvenes talentosos de barrios muy humildes pudieron estudiar una carrera universitaria y acceder a buenos empleos. Durante décadas, fue un Estado potente gracias a los grandes recursos naturales que hacían posible el milagro del progreso. A pesar de la gran inversión que se hizo en la educación, no se pudo eliminar la gran desigualdad social que se dibujaba en las grandes ciudades, igual que en otras ciudades del continente americano. Los más aventajados iban a las mejores escuelas privadas, muchas de la Iglesia, y los que tenían menos recursos, a las públicas. En la práctica, los alumnos de escuelas privadas llegaban en mejores condiciones a la universidad y se instalaban en las élites de poder.

En este contexto y convencido de que la escuela era capaz de disminuir la desigualdad social, el P. Andrés Vela inició en 1955 en un barrio de Caracas el movimiento “Fe y Alegría” para facilitar el acceso a una educación de calidad a los niños más vulnerables. Aunó el concepto de escuela pública con las exigencias de una escuela católica de calidad: identidad e inclusión social. En 1990, la mayoría de escuelas católicas firmaron un convenio con el Estado para hacerlas más accesibles a niños de todos los contextos socioeconómicos.

Desde hace unos años, Venezuela ha quedado sumergida en la peor crisis económica y social de su historia. Todo el sistema educativo ha caído en picado, incluidas las escuelas católicas. Un buen porcentaje de niños del país no están bien alimentados, los educadores no reciben un salario digno, no hay libros de texto, los equipos informáticos han sido dañados, los edificios escolares se han deteriorado y los maestros de la pública están en paro continuo.

La escuela católica venezolana se mantiene con muchas dificultades, pero la mayor de todas es el clima de desánimo que hay entre los maestros que no ganan lo suficiente y los alumnos que no encuentran motivación por el estudio porque dicen que no les garantiza salir de la pobreza.

Lamentablemente, la mentalidad que se vive hoy en Venezuela está instalada en muchos lugares, incluidos los países desarrollados. Existe la sospecha de que el paso por la escuela y la universidad no asegura una mejora en las condiciones de vida futura. Hay jóvenes bien formados que no consiguen un empleo digno y van engrosando las filas del desencanto social.

Es oportuno cuestionarse por la función social de la escuela y, en especial, de la escuela católica como una herramienta útil para disminuir la desigualdad social y dignificar a las personas. A primera vista, no parece que los sistemas educativos en general contribuyan demasiado en la construcción de una sociedad más justa, sino más bien, a ahondar la brecha social fortaleciendo el estatus de las clases dirigentes en los mejores colegios privados y manteniendo a los más necesitados en una escuela de menor calidad.

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Como en otros ámbitos de la sociedad, la Iglesia es pionera en asegurar los derechos sociales básicos. La escuela popular cristiana nació precisamente para romper el destino fatal de los excluidos y construir un mundo más justo y solidario.

Hace casi 400 años, cuando los Estados aún estaban lejos de asumir una educación obligatoria para todos, San José de Calasanz inició un modelo educativo eficaz para promover socialmente a los pobres e integrarlos en la sociedad según las cualidades de cada alumno. Para asegurar la inclusión social, Calasanz planteaba que la escuela fuera obligatoria para todos, lo que implicaba gratuidad. También quería que se educaran juntos a todos los alumnos sin distinción de clase; de este modo, los nobles podían admirar y estimar el talento y la diligencia de muchos pobres y éstos, por su parte, podían admirar la conducta civil y las buenas formas de los nobles. Dentro de la escuela, nadie debía tener privilegios que no fuesen por otros motivos que la integridad de costumbres o mayor diligencia en el estudio: “Nadie pretenda en nuestras escuelas preeminencia o privilegio alguno sobre otros, a no ser por su mayor integridad de costumbres, por su mayor diligencia y aprovechamiento del estudio”[1] . Quería que todos vistieran de la misma manera y se mezclaran en todas las actividades.

El carácter inclusivo de las Escuelas Pías nace del principio evangélico de la igual dignidad de las personas ante Dios, sea cual sea el origen étnico o la condición social. Cristo es el fundamento seguro de toda formación social, basada en la igualdad, en el mutuo respeto, en la santidad y necesidad del trabajo, y sobre el único privilegio tolerable entre los hombres, es decir, sobre el privilegio de la virtud y del saber.

Todo el plan de estudios de las Escuelas Pías se diseñó para que los alumnos adquiriesen saberes prácticos para encontrar pronto un empleo y ganarse la vida. El dominio de la gramática latina y de la caligrafía era una gran ayuda para la promoción social porque ayudaba a los jóvenes a conseguir trabajos en cualquier oficina como secretarios, escribanos o amanuenses, y acceder a los estudios superiores. Aunque se hizo un gran esfuerzo educativo en la época, las autoridades no consideraban necesario que los alumnos de las clases más bajas accedieran a una educación de tipo literario y científico.

Asimismo, Calasanz valoró mucho la enseñanza media con la lengua latina, las humanidades, la retórica y casos de conciencia porque solo así veía asegurada la promoción de las clases desfavorecidas. Solo la enseñanza elemental era insuficiente tanto para los alumnos de mayor talento como para las exigencias de los tiempos modernos.

Este deseo de promoción del niño pobre mediante el estudio del latín le creó a Calasanz grandes sinsabores y fue sin duda una de las causas de la persecución a las Escuelas Pías. En un memorial en defensa de las Escuelas Pías, se defiende la importancia de la enseñanza de las humanidades como algo irrenunciable en la propuesta de estas escuelas.

“Cuán lejos está de la piedad cristiana y del sentir de Cristo aquella política que dice ser nociva a la república enseñar a los pobres, porque se les desvía, dicen, del ejercicio de las artes mecánicas. La experiencia misma ha demostrado que aquí en Roma, después de cerca de 50 años de que las Escuelas Pías enseñan a los pobres no vemos que exista penuria de ninguna clase de artesanos, sino que vemos que, en su mayor parte, con el beneficio de las escuelas, son capaces de llevar las cuentas de sus mercaderías, sin necesidad de que nadie les escriba y haga las cuentas, como hacía falta antes de que se iniciara la actividad de estas escuelas. Y la razón por la que no faltan artesanos, a pesar de haber frecuentado la escuela, es porque son raros los pobres que después de haber aprendido a leer y escribir, pasan a la gramática, ya que se paran en la escuela de escribir y del ábaco, que una vez razonablemente bien aprendido emprenden cualquier oficio. Aunque también es cierto que, para algunos oficios ejercidos por pobres, es necesario un poco de gramática, como para ser notarios, quirúrgicos, boticarios o drogueros y otros parecidos”[2] .

La senda dejada por Calasanz en el siglo XVII fue seguida por otros aportando su propia originalidad. Juan Bautista La Salle, Juan Bosco, Chaminade, Champagnat y otros, inspirados en la fuerza humanizadora del Evangelio, desarrollaron modelos educativos que contribuyeron de algún modo a la promoción social de los que menos recursos tenían y, en consecuencia, a reducir las desigualdades sociales.

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La escuela católica lleva el ADN del Evangelio y, por tanto, manifiesta gran preocupación por que los pobresse integren en la sociedad como ciudadanos de pleno derecho. El Concilio Vaticano II renueva su compromiso por impulsar la escuela católica como medio de promoción de los más humildes, aquellos “que están desprovistos de los bienes de fortuna, a los que se ven privados de la ayuda y del afecto de la familia, o que están lejos del don de la fe”[3] .

Con el paso del tiempo, la fuerza carismática de los orígenes se difuminó y la escuela católica, asociada a las clases dirigentes, perdió mucha fuerza. En algunos países se hizo “elitista”, “proselitista” y “poco significativa” tal como se reconoce en el primer documento sobre la identidad de la escuela católica en 1977 que alerta sobre las consecuencias de la práctica de muchas escuelas que contribuyen a consolidar un sistema social injusto: “dado que la educación es un medio eficaz de promoción social y económica para el individuo, si la escuela católica la impartiera exclusiva o preferentemente a elementos de una clase social ya privilegiada, contribuiría a robustecerla en una posición de ventaja sobre la otra, fomentando así un orden social injusto”[4] .

Dura crítica en una época donde muchas escuelas católicas se rindieron a las clases dominantes para mantener un orden social injusto. Es cierto que por las aulas de las escuelas católicas pasaron gobernantes crueles e injustos del continente americano. Sin embargo, en los últimos 50 años se ha hecho un esfuerzo evidente por asegurar el carácter popular en las escuelas de la Iglesia. En los países donde se ha podido, se han firmado convenios de financiación con el Estado, se han abierto centros educativos en barrios desfavorecidos, se han desarrollado pedagogías más inclusivas y se ha ampliado la oferta educativa al ámbito no formal. La escuela católica ha adquirido una mayor conciencia sobre su especial aporte para eliminar las desigualdades sociales.

A pesar de los esfuerzos que se han hecho por ser más inclusivos, una parte de la población tiene la percepción de que la escuela católica financiada con recursos públicos todavía segrega por el origen social; sobre todo, cuando se la compara con la escuela pública.

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La cohesión y la equidad social de un país no dependen de modo exclusivo de la educación; es solo un factor más. Gonzalo Fanjul[5] describe cuáles son los factores externos que consolidan la brecha entre clases sociales:

Sistemas fiscales injustos que privilegian a los que más dinero tienen,
La corrupción y el flujo ilícito de capitales,
Una distribución injusta de inversión y de gasto público,
 Una distribución injusta de la tierra,
El acceso desigual al capital, conocimiento y tecnología,
La privatización de servicios públicos como agua, energía, salud o educación que ha comportado la exclusión a los mismos de personas que no se pueden permitir pagar los precios establecidos por el mercado,
El acceso injusto a la información y la exclusión de los espacios de toma de decisiones sobre políticas que influyen en nuestras vidas,
 La desigualdad de género,
 La impunidad y el control del sistema judicial,
La violencia y los conflictos que producen pobreza y son un mecanismo para reforzar y perpetuar el poder de determinados grupos de población
sobre otros.

Cuando se combinan estos factores, el acceso de los pobres a una educación de calidad se ve muy dañado por falta de inversión pública o porque, sencillamente, no interesa que la población esté formada porque así se la puede manipular mejor. Ya lo decía el filósofo Tomás Campanella: “un pueblo erudito no tolera fácilmente la tiranía ni es engañado por los sofistas y herejes como el indocto (…). Los tiranos fomentan la ignorancia de los pueblos para poder fácilmente hacer de ellos lo que quieran. Por lo tanto, conviene a los príncipes, a los pueblos y a toda la república, la extensión y divulgación de las ciencias como lo hacen las Escuelas Pías”[6] .

Un estudio reciente promovido por la Obra Social “La Caixa”[7] muestra cómo el origen socioeconómico marca en gran medida las competencias y expectativas educativas de los individuos, mientras que la educación recibida tiene escasa incidencia en las desigualdades sociales.

Este estudio se centra en esta dimensión social de la educación. Los autores indagan hasta qué punto las desigualdades sociales son un factor que explica las diferencias en el rendimiento escolar; a su vez prestan una especial atención a los efectos del origen familiar y los estímulos paternos en la consecución de los logros escolares, y evalúan en qué medida la escuela es capaz de compensar los déficits de los estudiantes procedentes de estratos socialmente desfavorecidos.

El origen social de los alumnos determina el rendimiento y el éxito escolar de los alumnos. En realidad, hay más fracaso en escuelas de barrios vulnerables que en las de barrios acomodados.

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La escuela católica, fiel al Evangelio, está llamada a dar su aporte específico para que disminuya la brecha social que ya existe en la sociedad. Para ello, hay unos principios irrenunciables que una escuela debe tener para asegurar su carácter popular e inclusivo:

La escuela católica asume la tradición de servicio público con un compromiso universalista. Una escuela es popular cuando produce bienes que benefician a todos y no a unos pocos, cuando fortalece a la comunidad y no a los intereses de algunos cuantos y favorece a todos sus miembros y no a unos a costa de otros. Ello implica que la escuela debe estar abierta a cualquier niño que viva en su entorno geográfico independientemente de su estrato social, religión u origen social. Debe garantizar el acceso de todos a la escuela, especialmente de los más pobres y vulnerables.

 Es en las primeras etapas educativas, en especial la de la Educación Infantil, donde está la clave en el desarrollo de los resultados académicos posteriores. En las etapas tempranas, el origen socioeconómico de las familias influye más sobre el rendimiento académico, y por eso es también en ellas donde el carácter compensatorio de la escuela, como instrumento igualador y reductor de desventajas sociales, deviene decisivo.

Que el niño acceda a la escuela no es garantía de éxito educativo. Desde el primer día de clase, los niños vienen con grandes diferencias de tipo económico, cognitivo, emocional y físico que afectarán en el proceso de aprendizaje. Un buen diagnóstico temprano puede ser decisivo para diseñar estrategias que compensen la desigualdad. También, la colaboración con las familias y con instituciones de apoyo externas es importante. De nada serviría escolarizar a un niño autista o que tenga un grave déficit de atención sin la colaboración coordinada de todos los actores educativos. La escuela debe articular programas efectivos para los alumnos con necesidades educativas especiales y compensar lo antes posible la desigualdad.

El proyecto educativo de la escuela católica tiene en cuenta todas las dimensiones de la persona. Entiende que el desarrollo cognitivo está en sintonía con el crecimiento moral y religioso. La educación física y estética son necesarias para el equilibrio e integridad de la persona. Cada una de las áreas de aprendizaje es necesaria y contribuye al crecimiento de la persona integral. Si se prima lo academicista (cognitivo) sobre otras dimensiones de la persona, se genera fracaso escolar y, por tanto, exclusión. Hay que diseñar propuestas educativas que consigan que todos los alumnos terminen con éxito su escolaridad básica. Evidentemente, este desafío pasa por implementar currículos más abiertos, metodologías más activas y por supuesto, una buena orientación vocacional para que los alumnos descubran y desarrollen aquellas competencias que le dignifican más.

La escuela católica no puede ser ajena a la realidad de las familias, de la cultura local, del entorno social donde está inserta y de las organizaciones sociales que contribuyen al bien público. Cuanto más conectadas estén las actividades, más fuerza educativa tienen. Esta opción implicaría abrir los espacios escolares a la comunidad para ofrecer más oportunidades a los alumnos. La modalidad de “comunidades de aprendizaje” que muchas escuelas católicas están desarrollando es un buen modelo que está consiguiendo que todos los alumnos terminen con éxito su periodo escolar obligatorio.

Evangelizar consiste en educar bien de modo integral teniendo el Evangelio como centro del proyecto educativo. Toda actividad de la escuela católica contribuye a la evangelización: los contenidos de las clases, el estilo de acompañamiento, las metodologías y, sobre todo, el testimonio de entrega de los maestros. Hay muchos que identifican la confesionalidad de la escuela católica con el adoctrinamiento y el proselitismo religioso. Evangelizar es humanizar, hacer posible la dignidad de las personas, que encuentren el sentido a la vida y desarrollen al máximo sus capacidades personales.

Que los alumnos tengan un conocimiento de la cultura religiosa dominante de su país y de otras religiones es un factor importante para entender el dinamismo de la persona humana, de la historia de los pueblos y, sobre todo, para construir la convivencia. Por ello, la escuela católica debe seguir defendiendo la clase de religión como una herramienta esencial para superar prejuicios y construir la igualdad entre las personas.

La escuela es solo uno de los escenarios educativos que incide en la educación. Hay otros espacios importantes como la familia, clubs de aprendizaje, medios de comunicación, cine, academias, asociaciones e iglesias que inciden poderosamente en la construcción de la personalidad del niño. Los niños aprenden en muchos ámbitos diferentes y, con frecuencia, desconectados entre sí.

El proyecto educativo de la escuela católica debe integrar en una sola propuesta curricular dentro del horario de clases de carácter obligatorio (educación formal) los programas educativos voluntarios extraescolares (educación no formal) y, de algún modo, dar criterios a los padres para orientar a sus hijos. Se debe integrar en sus planes los aprendizajes informales que los niños van adquiriendo de modo espontáneo.

La interacción entre los diversos espacios de aprendizaje es una propuesta necesaria para un proyecto educativo integral: “hace falta un planteamiento más fluido del aprendizaje como un continuo en el que las instituciones escolares y de educación formal tengan desde la primera infancia y a lo largo de toda la vida una interacción más estrecha con otras experiencias educativas menos formalizadas. Las modificaciones del espacio, el tiempo y las relaciones en las que el aprendizaje se produce favorecen la formación de una red de espacios de aprendizaje en la que los espacios no formales e informales interactuarán con las instituciones de la educación formal y las complementarán”[8] .

Para llevar a cabo este proyecto, la escuela debe estar abierta y disponible el mayor tiempo posible (escuela a tiempo completo) para que los alumnos, sus familias y la comunidad puedan participar en las actividades educativas necesarias para un crecimiento integral.

Y es muy importante que la escuela católica consiga financiación pública, y al mismo tiempo, garantice aspectos esenciales de su identidad para las familias que así lo pidan; especialmente aquellas que no podrían pagar una escuela privada.

La escuela católica es un bien para la sociedad entera; no solo para una parte. Por tanto, los poderes públicos tienen la obligación de garantizar que este modelo esté accesible para todos.

Hace más de cincuenta años, D. Lorenzo Milani fundó una escuela en el pueblo de Barbiana con la preocupación de eliminar el fracaso escolar de los alumnos de zonas rurales. En 1967 los alumnos publicaron “Carta a una maestra” donde proponen una “escuela a tiempo completo” que cumpliera con los objetivos de una educación integral e inclusiva. Esta escuela “no se ajusta al timbre, al currículo oficial y los horarios establecidos”. Es una escuela que debe “ensanchar el horizonte, responder a las curiosidades de los chicos y llevar las cosas hasta el fondo”[9] .

Milani dirigió con éxito este nuevo modelo de escuela con el que consiguió romper con la rigidez del sistema educativo de la época abriendo caminos nuevos para la institución escolar, que estaba sumida en una profunda crisis de sentido y ya no cumplía con los objetivos para los cuales nació.

El proyecto educativo de la escuela católica ha de estar fundamentado en el Evangelio donde Jesús predica la dignidad de las personas, muestra su preferencia por los más vulnerables y desenmascara las ideologías que marginan y destruyen a los excluidos. “La escuela es ‘católica’ porque los principios evangélicos se convierten para ella en normas educativas, motivaciones interiores y al mismo tiempo metas finales”[10] .

Sin duda, uno de los principios evangélicos más relevantes es la igual dignidad de las personas (equidad). Por ello, la escuela católica ha de seguir avanzando para hacer posible la equidad y la justicia que Dios quiere con sus hijos.

FRANCISCO JAVIER ALONSO ARROYO
Delegado General para el Ministerio Escolapio.
Orden de las Escuelas Pias

[1] Reglamento de las Escuelas Pías de Campi. En: Faubell, V. 2004). Nueva antología pedagógica calasancia (pp. 701-703). Salamanca: Universidad Pontificia.

[2]Faubell, V. (2004). Nueva antología pedagógica calasancia (pp. 80-81). Salamanca: Universidad Pontificia.

[3]Concilio Vaticano II. Gravissimum Educationis nº 9.

[4]Congregación para la Educación Católica (1977). La escuela católica. Ciudad del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana.

[5]Prats, A. (2014). Las diez causas de la desigualdad. El País. Recuperado de https://elpais.com/ elpais/2014/11/03/3500_millones/1414994400_141499.html

[6]Faubell, V. (2004). Nueva antología pedagógica calasancia (p.114). Salamanca: Universidad Pontificia.

[7]Cebolla-Boado, H., Radl, J., Salazar L. (2014). Aprendizaje y ciclo vital: La desigualdad de oportunidades desde la educación preescolar hasta la edad adulta. Colección Estudios Sociales Núm. 39. Barcelona: Obra Social “la Caixa”.

[8]UNESCO (2015). Replantear la educación. ¿Hacia un bien común mundial? (p.51). Paris: UNESCO.

[9]Alumnos de la escuela de Barbiana (2006). Carta a una maestra (p. 102). Madrid: PPC.

[10]Congregación para la Educación Católica (1977). La escuela católica. Ciudad del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana.

Bibliografía

Alonso Arroyo, F. J. (2017). Santidad para el cambio social. El modelo educativo escolapio. Madrid: PPC.

Alumnos de la escuela de Barbiana (2006). Carta a una maestra. Madrid: PPC.

Cebolla-Boado, H., Radl, J., Salazar L. (2014). Aprendizaje y ciclo vital: La desigualdad de oportunidades desde la educación preescolar hasta la edad adulta. Colección Estudios Sociales Núm. 39. Barcelona: Obra Social “la Caixa”.

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Faubell, V. (2004). Nueva antología pedagógica calasancia. Salamanca: Universidad Pontificia.

García Roca, J. (2001). Escuela solidaria. Espacio popular. Madrid: ICCE-CCS.

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UNESCO (2015). Replantear la educación. ¿Haciaun bien común mundial? París: UNESCO.

Webgrafía

Escolapios: https://www.escolapios21.org/

Observatorio Social “la Caixa”: https://observatoriosociallacaixa.org

UNESCO: https://es.unesco.org/themes/education

Abstract

Historically, schools have contributed to the reproduction and conservation of social differences, as students from upper classes attended the best private schools and students from lower socioeconomic backgrounds gathered in schools of lesser quality. Four centuries ago, before education was a universal right, Calasanz defended that school should be free and compulsory, without regards to students’ ethnic origin or social background. The Church is one of the institutions that pursues basic social rights, and the Catholic school has taken on a role of reducing social inequities and dignifying persons, especially after efforts have been made over the past fifty years to serve the most vulnerable students. In order to promote social equity, there are certain principles a Catholic school must meet to guarantee its inclusive character: it needs to be accessible to all, offer early childhood education, carry out compensatory measures, be comprehensive, open, evangelizing and connected.

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